Por algún extraño mecanismo, cuando recibí concentrados en un pdf los poemas que forman “Soñé que leía este libro” pensé en cuánta falta me hacía recuperar aquel viejo mundo de lecturas y encuentros con poemas y cervezas o mates y medialunas, en los que todos y todas tratábamos de dar a las cosas que escribimos una segunda vida. Luego recordé a Nico Domínguez Bedini declamando a los gritos y generando ese caos tan sanador y hermoso que le es siempre propio, y después lo imaginé leyendo “El Modisto de Tortugas”, “El único camino es hacia arriba”, “Desde el pantano” o “A natureza eu vi chegar”, y les juro que por un instante me sentí mejor, e incluso llegué a reírme para mis adentros, como cuando en las lecturas lo veía aparecer con un carrito de la compra lleno de libros y fotocopias, chocándose con todo el mundo, chocándose sobre todo con la gente más contracturada y menos fervorosa, los que hacen de la poesía una pose, un cálculo, y no una explosión de placer. Y así me fue corriendo la tarde mientras pasaba las páginas de ese pdf (que, por fortuna, es ya un libro de papel y tinta), deseando, como deseo ahora, que las cosas vuelvan alguna vez a su cauce.“Soñé que leía este libro” es un objeto por el que se debe felicitar (con un abrazo fuerte, nada de chocarse los nudillos) a Domínguez Bedini y a Gastón Caba, su copartícipe de trazos y colores en esta impagable huída hacia adelante. Porque, créanme, hace falta un grado de fervorosidad cercano a la enajenación para encarar un libro tan exento de auto importancia, un poemario que, como sucede con las fantasías de Gianni Rodari o con los relatos de pícaros de Ole Lund Kirkegaard, lleva oculto en su interior un pequeño mecanismo de felicidad que no sabemos realmente cuánto necesitamos hasta que lo sentimos en nuestras manos.Fran Gayo
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